Nunca pensé que podría volver a ver las hojas de los árboles
caer. Los tonos marrones cubrían las calles. Había llegado el otoño, precedido
de un verano cálido y que dejaría paso, en poco tiempo, el duro invierno que
acechaba.
Contemplaba desde la puerta del caserón aquel espectáculo de
vida frenética de aquellos animales que ya empezaban a preparar sus hogares con
todo aquellos que necesitasen para superar el invierno.
Tobi correteaba entre los montones de hojas secas que el jardinero
había amontonado con mucha dedicación. Había momentos en los que desaparecía
entre estos y se dedicaba a asustar a los pobres pajaritos que se hallaban allí.
Noté una mano cálida rozar mi hombro con la suavidad de la
seda. El fino tirante de mi vestido resbaló hacia abajo.
Podía notar su respiración pausada detrás de mí. Retiró mi
pelo de la cara con la ternura que solo pueden demostrar las madres a sus
pequeños y aquellos que están enamorados.
Posó sus labios cálidos sobre mi mejilla.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando con un beso se
retiró unos pasos hacia atrás.
El aire volvió a desordenar mi cabello cuando me giré para
verle. Allí estaba, inmóvil, detrás de mí, contemplando cada centímetro de mi
cuerpo escondido debajo de aquellos trapos.
No pude evitar regalarle una enorme sonrisa a la que
respondió rápidamente. Tenerlo delante de mí era el mejor regalo que me podía
dar aquel otoño.
Me tendió su mano y me acerqué a él extendiendo la mía,
pálida y vergonzosa. Cogiéndola me atrajo hacia él con un suave arrebato de
pasión para pasar sus labios sobre los míos y nos fundimos en un beso que
detuvo el tiempo, aunque solo fuese para nosotros, mientras alrededor todo
continuaba su frenética actividad otoñal.