viernes, 16 de enero de 2015

Querido sueño, anhelado fuego.

Si alguna vez consigues descifrar mi vida de entre estos versos, oh querido dragón de fuego, vuela libre entre las hojas de papel que jamás serán firmadas, desliza tus alas sobre los lagos hechos de lágrimas que impregnaron historias escritas y plasmadas también sobre él. Podrás ser libre cuando descubras los entresijos de mi alma, a los que te até por no saber hablar, por solo querer expresarme por escrito, pues por ser egoísta te até.
Até tus tiernas garras a una vida llena de turbulencias que tenía existencia entre los escombros de una casa derrumbada de la que nunca pretendí escapar. Con tinta te tuve preso a unos versos que jamás dejé marchar y las dulces minas del lapicero crearon tus cadenas casi sin atender a razones.
Arrinconada al fuego ardiente de los escritos arrugados y tirados a placer, calenté mis días y mis noches; anhelé infiernos y cielos, y soñé con un futuro prometedor en el cual continuaba teniéndote atado a mi.
Cuando cierres por última vez tus ojos, oh querido dragón, dejame aquí con el sueño de la literatura, dejame continuar pensando que alguna vez esas cadenas que nos aprisionaron, serán alas de libertad y unas cuantas monedas para ponerle techo a mi alma y un plato de comida caliente para aquellos que todavía apuestan por mi.
Pues nunca fuimos el uno sin el otro, porque mis besos no desprenderían fuego sin tus versos ni mi mente maquinaría la felicidad que se encuentra entre tus lineas.

Cuando te llegue el momento, oh querido dragón de fuego, cuando llegue tu momento y sobrevueles los más insólitos rincones de mi alma, llévame contigo y con el sueño de ser algún día lo que, siempre, juntos, anhelamos ser.
La cortina, que cubría el ventanal más grande, atizaba con esmero el suelo de aquella estancia. El viento, a fuera, se ensañaba con ella hasta hacerle perder el ritmo de su movimiento; atizaba con fuerza y se colaba por la parte del ventanal que estaba entreabierta. Lucía oscuro el día al alba. Llenaban el asfalto la frenesís de los coches camino del trabajo, mientras las aceras se antojaban vacías y acogedoras al paso de cualquier viandante sin miedo a perder el sombrero. Las casas asemejaban cerradas a cal y canto, sin vida en si mismas, tan solo edificios.
La humedad rasgaba los mofletes y hacía entrecerrar los ojos a aquellos que se movían con rapidez allá fuera, sin entablar conversación, sin crear más ruido que aquel incesante tintineo que ofrece la ciudad.

No daba cabida aquel lugar al sosiego, ni a la soledad; el viento atizaba a las palabras y al gentío moviéndolos de aquí para allá. No se le antojaba al sol dejarse ver y oscurecía el cielo, aun siendo ya bien entrada la mañana. No se escuchaban risas, pero tampoco llantos. Y, expectante de unos cuantos rayos de sol, así pasó el día la ciudad que me acogía.