Otro de los aspectos que marco toda mi vida hasta que me vine
a estudiar a Valencia fue la academia de inglés donde mi abuelo se encabezonó
en apuntarme. Empecé a ir, si no recuerdo mal, con 5 años. Siempre a la sombra
del listo de mi primo, del que más adelante hablaré.
Llevando ya 7 años en la misma academia y, habiendo pasado ya
por miles de grupos distintos, fui a parar a un grupo un tanto peculiar. Eran
mayores que yo, uno, dos o incluso tres años mayores; aspecto que me imponía
respeto. Poco tardamos en cuadrar como clase. Pero no voy a centrarme en la clase
en general, de hecho había dos personas en dicha clase que captaron mi atención
al poco tiempo de estar allí.
Eran peculiarmente diferentes al resto y, curiosa de mí, sin
saber qué hacía, me acerque a ellos hasta tal punto que ahora con 18 años
todavía somos amigos.
Empiezo por el espécimen más raro de la clase; amigo con el
que después de muchas trifulcas, enfados y cabreos, continuo contando. Persona
con la cual he ido madurando poco a poco y descubriendo que yo también era
diferente al resto.
Luego estaba ese muchacho tímido de los pelos largos y
monopatín. Torpe, amable y simpático. Con el que forjé una relación que aun
ahora, en la distancia, se mantiene.
Cada cual aportó a mi existencia ese granito de azúcar moreno
que lo distingue del azúcar normal. Ese punto de color que no todo el mundo
sabe apreciar en el negro.
Piru y Kevin, fue un placer coincidir en aquella academia.
Piru descubrió una de las partes de mi vida, que más
escondida llevaba, una tarde noche al salir de la academia, cuando en mis
cascos sonaba Nirvana y, sin querer, empecé a cantar. Sí, evidentemente,
coincidimos en gustos musicales. ¿Él? Un bala perdida; ¿yo? Una niña buena y
aplicada, una muchacha que no quería llamar la atención.
A Kevin me acerqué yo, era tan tímido y reservado que
conseguía llamar mi atención en todo momento. Pero sin duda alguna, si he de
resaltar algún momento que nos uniese más, fue aquel día que nos tocó decorar
la clase de inglés con adornos navideños que acabaron en nuestro pelo. Fueron
unas risas increíbles; pensaba que nunca había reído tanto en mi vida. Fue increíble,
como él: una persona increíble.
Luego, gracias a Dios o al destino o a la divina providencia;
por estas casualidades que nos trae la vida, acabamos en el mismo grupo de
amigos. Acabamos siendo casi inseparables. Bueno casi no, inseparables.
Dadas otras circunstancias, que no vienen al caso, Kevin se fue
a vivir lejos y, sinceramente, continuo echándole de menos. Recuerdo nuestras
cartas, las ganas de vernos, los planes de futuro, la camiseta de Dragon Force
y su sonrisa, sobre todo, recuerdo su sonrisa: impecable, perfecta y sincera.
Y luego, gracias otra vez a lo quien quiera que teja los
hilos de nuestra historia: Piru y yo continuamos juntos en esto de sobrevivir y
madurar, tarea complicada y en la que, a menudo, no nos ponemos de acuerdo. Pero
si algo me ha enseñado él, es que nuestra amistad es como un Fénix. Y para
quien lo entienda no hacen falta más explicaciones.
Sinceramente, nuestras historia de tres, fue toda pura
coincidencia. Se lo debo al destino; les debo el haberles conocido.