lunes, 23 de julio de 2012

A aquel ángel de la guarda que voló:


Madurar fue aprender de todo lo que me dijiste y dejar de esperar que vineras a rescatarme. Fue soplar a una realidad de papel que habías pintado para que fuese feliz y construir mi mundo con cartón, para continuar aprendiendo por mi cuenta, a sabiendas de que ese mundo de cartón volvería a caer.
Pase por momentos de desconcierto. Llegué a odiarte tanto como te había querido. Negué haber llorado por haberte perdido, aunque la evidencia era una losa aplastante de la que era estúpido intentar escapar.
Aún así, llegué a comprender y con esto a aceptar que en algún momento debías irte y dejarme a mi suerte. Pues es a ti a quien le debo más de la mitad de mi personalidad, la paciencia, la tranquilidad y el razonar.
Fuiste la mano que cogió el timón conmigo y, así, naufragó. Fuiste el abrazo que no deseas que termine, que te sume en la seguridad de que nunca puede acabar y aporta felicidad. Fuiste el que letra a letra conocía toda la historia sin estar escrita.
Perdóname, pues a veces he perdido el norte.
Ahora, sé que soy yo quien ha dado los pasos, tú quien me acompañaba dos pasos delante por si caía.
En plenas facultades, con la conciencia tranquila y la marea baja he de decirte que no quise perderte. Que perdonarte a sellado las heridas y me ha aportado la tranquilidad que necesitaba para ir hacia adelante.
Atentamente:
Una persona agradecida y totalmente sincera.

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