miércoles, 8 de junio de 2011

Exceso de ruido.

Gritos, a fuera todo son gritos y ruido, mucho ruido. Nada está en su sitio, no hay nada que hagas bien. No importa como lo hagas, ni si pones tus mejores intenciones en ello, da igual, no va a servir.
En los recovecos del cerebro solo resuena una palabra: odio.
Y el odio deja de esconderse. Con cada grito, el odio se hace más fuerte y ya no solo es un eco en el cerebro. Lo gritarías, gritarías que odias todo esto, pero ya hay otros gritos a tu alrededor. Gritos fuertes y mucho ruido, ruido ensordecedor.
Te tapas los orejas, pero continuas oyendo los gritos. Tal vez el mundo esté sordo y por eso grite y haga tanto ruido.
Ahí llega alguien, se acerca. ¿Por qué no grita? No es como los demás, no está haciendo ruido. Lo miras fijamente, su paso es decidido, ¿hacia dónde va?
Ahora está delante, continua mirándote y tú, tú no puedes apartar la mirada de sus ojos.
No grita, sonríe. No hace ruido, susurra. Y susurra justo enfrente de ti que continuas con las orejas tapadas.
Ya no oyes gritos, bajas lentamente las manos hasta dar con las suyas sin apartar tu mirada de la suya.
Sus manos son cálidas, te atrae hacia él con delicadeza. Su respiración tranquiliza.
Y sus ojos, sus ojos expresan todo aquello  que el mundo no te ha hecho entender a gritos.

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