Mi colegio
se llamaba San Francisco de Asís. Ya solo por el nombre se vislumbra que es un
colegio religioso, y así es. Las clases no eran muy numerosas y recuerdo
perfectamente todos y cada uno de los tutores y profesores que fui teniendo.
Pero, sobre todo, gracias al colegio conocí a dos personas que cambiarían mi
vida totalmente, aspecto que yo desconocía en ese momento.
Empezaré
hablando del hermano mayor que nunca tuve, el mejor amigo que una niña pequeña
pueda desear, el faro que te guía en los momentos más oscuros, cuando más
perdida vas. Mi mejor amigo durante mucho tiempo: Abel.
Lo conocí a
final de mi primero de ESO en una acampada que organizada por los profesores y
los alumnos de cuarto de ESO, dentro de los que se encontraba Abel. Recuerdo perfectamente
el susto que nos dio a todos al salir de una “tumba” escavada en el suelo, en
plena sierra y bien entrada la noche. Recuerdo también cuando se acercó a
nuestra tienda y nos estuvo dando la noche sin parar de hablar.
Sentí
muchísima pena al pensar que no iba a volver a verle, ya que él dejaba el
colegio y yo era una niña pequeña y vergonzosa.
Pero nunca
pasó, nunca dejamos de hablar y de ahí surgió una de las amistades más bonitas que
jamás serán contadas.
Pasaba gran
parte de los viernes en su casa merendando junto con él y su madre en un acogedor
comedor de su piso. Su madre pasó a ser una segunda madre para mí y él, eso, el
hermano mayor que nunca tuve y del que me sentía, me siento y me sentiré
totalmente orgullosa.
¿Cómo lo
veía? Un chico alto, guapo, mayor, responsable, maduro, atento, comprensivo,
enfadica, algo rebelde y con muchísima paciencia, sobre todo conmigo. Me
encantaba pasar tiempo con él. Me sentía cómoda y arropada, comprendida (aunque
ni siquiera yo sabía entenderme) y querida; querida como la que más.
Admito que
fue el pilar esencial de mi vida durante largo y tendido tiempo. Un tiempo en
el que crecí como persona. Un tiempo que como todo momento tuvo su final.
Aunque, más bien, yo lo llamaría “punto y aparte”.
Lo llamaría “punto
y aparte” porque nunca llegué a aprender a vivir sin él. Me gustaba como me
reñía cuando me comía las uñas (cosa que todavía sigue haciendo), sus consejos
o cuando lo único que necesitaba era un abrazo y él me lo daba.
Pasó
bastante tiempo hasta que volvió a reaparecer en mi vida. Un tiempo duro, en el
que sentí caer mi mundo, desplomarse sin que yo pudiese hacer nada por pararlo;
giraba demasiado rápido, se sucedían cambios tan drásticos, duros e irremediables
que me sentí perdida. Cambios que costaron de aceptar y algunos de ellos
todavía duelen.
Lo bonito es
que volvió. Volvió a dar guerra y amor. Y se volvió a ir, esta vez por mi culpa,
pero no me arrepiento. ¿Qué por qué no me arrepiento? Porque ha vuelto y ahora
sé que no quiero que se vuelva a ir nunca. Porque ahora es diferente pero lo
necesito igual y lo quiero como siempre o incluso más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario