viernes, 16 de enero de 2015

La cortina, que cubría el ventanal más grande, atizaba con esmero el suelo de aquella estancia. El viento, a fuera, se ensañaba con ella hasta hacerle perder el ritmo de su movimiento; atizaba con fuerza y se colaba por la parte del ventanal que estaba entreabierta. Lucía oscuro el día al alba. Llenaban el asfalto la frenesís de los coches camino del trabajo, mientras las aceras se antojaban vacías y acogedoras al paso de cualquier viandante sin miedo a perder el sombrero. Las casas asemejaban cerradas a cal y canto, sin vida en si mismas, tan solo edificios.
La humedad rasgaba los mofletes y hacía entrecerrar los ojos a aquellos que se movían con rapidez allá fuera, sin entablar conversación, sin crear más ruido que aquel incesante tintineo que ofrece la ciudad.

No daba cabida aquel lugar al sosiego, ni a la soledad; el viento atizaba a las palabras y al gentío moviéndolos de aquí para allá. No se le antojaba al sol dejarse ver y oscurecía el cielo, aun siendo ya bien entrada la mañana. No se escuchaban risas, pero tampoco llantos. Y, expectante de unos cuantos rayos de sol, así pasó el día la ciudad que me acogía.

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