La cortina, que cubría el ventanal más
grande, atizaba con esmero el suelo de aquella estancia. El viento, a
fuera, se ensañaba con ella hasta hacerle perder el ritmo de su
movimiento; atizaba con fuerza y se colaba por la parte del ventanal
que estaba entreabierta. Lucía oscuro el día al alba. Llenaban el
asfalto la frenesís de los coches camino del trabajo, mientras las
aceras se antojaban vacías y acogedoras al paso de cualquier
viandante sin miedo a perder el sombrero. Las casas asemejaban
cerradas a cal y canto, sin vida en si mismas, tan solo edificios.
La humedad rasgaba los mofletes y hacía
entrecerrar los ojos a aquellos que se movían con rapidez allá
fuera, sin entablar conversación, sin crear más ruido que aquel
incesante tintineo que ofrece la ciudad.
No daba cabida aquel lugar al sosiego,
ni a la soledad; el viento atizaba a las palabras y al gentío
moviéndolos de aquí para allá. No se le antojaba al sol dejarse
ver y oscurecía el cielo, aun siendo ya bien entrada la mañana. No
se escuchaban risas, pero tampoco llantos. Y, expectante de unos
cuantos rayos de sol, así pasó el día la ciudad que me acogía.
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